En el verano de 1980, la pequeña familia: Silvia, nuestras hijas, Elvira y la recién nacida Maya, y yo, nos mudamos a Valladolid para formar parte de una Unidad de Culturas Populares. Nuestro primer trabajo consistió en organizar un curso de capacitación de tres meses intensivos para formar promotores culturales mayas.
El equipo se formó con el folklorista mexicano Ernesto Nieto y su esposa, la argentina Carmen Romero, más el antropólogo yucateco José Tec Poot y el economista Alberto González.
Y de repente se presentó a las oficinas de la unidad en ese rincón de la República Mexicana, otro danés, el etnomusicólogo Max Jardow Petersen. ¿Cómo se les había ocurrido mandar a dos daneses a una misma unidad tan pequeña?
– ¡Buenos días, Sr. Petersen!
– ¡Buenos días, Sr. Rasmussen!
Me recordó el encuentro de Stanley con Livingstone en medio de la selva africana: “¡Mr. Livingstone, I presume!”
La primera tarea de la unidad era seleccionar 30 estudiantes de diferentes partes del estado para participar en el curso sobre cultura maya y su promoción en los pueblos. Debían contar con secundaria y hablar maya, o sea, ser mayas. Además, demostrar estar bien arraigados en la cultura local. Por “cultura local” se entendían las tradiciones surgidas de la herencia maya y la marcada influencia católica en las fiestas y ceremonias del pueblo.
Al concurso de selección se presentaron algunos jóvenes que en su respuesta por escrito del cuestionario marcaron en el indicador sobre fe/tradición, su adscripción a las diferentes sectas religiosas que han surgido en los últimos años en Yucatán. O sea, no eran católicos, y como tales se consideraba que no eran representantes de “la cultura tradicional”, aunque hablaban perfectamente la maya. Por estas razones fueron eliminados de antemano de las entrevistas de admisión. ¡Hoy me da pena que se hubiera aplicado ese criterio! Pues pienso que se trató de un acto de discriminación religiosa, además de estar convencido de que ellos pudieron haber realizado las investigaciones y promociones culturales tan eficaz y profundamente como “los buenos católicos” que por esta condición lograron sus plazas.