Pero no los vemos. Pasamos de largo sin advertirlos por estar ya integrados a una sensación imprecisa de contexto urbano, del caos urbano. Si estéticamente inaceptables, se trata más bien de un asunto social porque las fotos de Christian Rasmussen no guardan silencio. En ellas no hay mudez. Todas nos dicen algo y ninguna oculta nada. Por principio, referencias a tradiciones y gustos propios del yucatequismo popular más esencial que deja ver realidades, apreciar detalles, descubrir lecturas de lo cotidiano y sus costumbres. Lo que se ha dado en llamar “la dura vida del yucateco”.
Testimonios visuales de fuerte poder icónico relacionados con lo práctico, directo e ingenioso: si de la marisquería El Popular Vaselina, un ser monstruoso y sonriente con trazas de raro camarón le sirve a otro ser de los mares una cerveza fría con su botana. De otro, Mario, el Escorpión de los Teclados, un alacrán no de este mundo, posa sus tenazas amasadoras sobre el teclado mutilado de un piano. Más allá, sin importar el giro comercial, en la cantina El Burrito Mexicano, un par de angelotes femeninos escasos de ropa y sendas alotas posan lúbricas sobre nubes celestiales. Si de estética unisex se trata, lo que nos agrede es un rostro femenino con rasgos sospechosamente masculinos.
Los elementos comunes se repiten en formatos, coloridos y conceptos; en la referencia invariable de mestizas tortilleras con abultadas anatomías para todos los gustos. Así, los ejemplos se multiplican, sorprendiéndonos de pronto con imágenes que (si se permite citar el tópico) podrían firmar Rousseau o Picasso. El muestrario, hasta con formatos inusuales de gran tamaño, es de un sublime atrevimiento y tosquedad. Nos habla de una realidad cotidiana. No por risueña menos áspera y que desborda cualquier intento de interpretación.
Las patologías sociales, individuales y colectivas, podemos encontrarlas en los más elitistas contemporáneos grafiteros, auténticos performers que hasta nombres tienen. Su proeza de lenguaje maniaco-depresiva, con su panoplia de sexo y violencia, es cercana al cómic filoso, agresiva y estridente, no carente de tierna ingenuidad en sus mensajes (“Ser pobre no es un delito”, “La cultura nunca muere”, “La muerte es parte de la vida”).
Unos y otros, sin mezclarse y sin miedo de error, forman una colectividad inconsciente que los identifica como protagonistas de algo más real y humano que una mera iconografía de consumo. Todos acusan un primitivismo infantil y festivo, algo bien lejano de las tiranías del buen gusto y de lo correcto. En ese sentido, son casi transgresores que intervienen en el entorno, como proclamando en su engañosa homogeneidad que no hay individuo sin sociedad.
El libro reúne imágenes de tiempo, tan remotos como un torpe e insólito grafiti prehispánico, todo misterio y especulación, que hubiera hecho las delicias de Dubuffet. Otro, no menos sorprendente, de una carabela trazada en un muro del convento de Dzidzantún, por desgracia hoy desaparecida. Lo que está muy viva es la obra de don Anacleto Cobá y Miguel González, maestros pintatumbas del increíble y legendario cementerio de Hoctún. Sus maneras de representar el des-prejuiciado e inocente surtido de imaginería religiosa con la que han ornamentado el colorido panteón, lo convierten en auténtica cultura visual. Los centenares de años que separan unas de otras, integran parte del discurso y objetivo a los que Christian ha dedicado tiempo y esfuerzo, siempre con cámara en mano.
Su compromiso de perseguir e inventariar la realidad lo limitó ahora a la selección de un tema que implica solamente una opción de observar el fragmento de un código particular del mundo yucateco. Lo captado fue, finalmente, el encargado de establecer las reglas y no al revés, las del particular estetismo del fotógrafo. Es decir, el objetivo prioritario no fue imponer una marca de estilo sino visualizar contextos de escenas cotidianas, reflejo de la vida habitual sin la participación de elementos extraños: un registro de la sonriente normalidad de todos los días del yucateco de todos los días.