En mis viajes por la Península de Yucatán no pude dejar de apreciar las muchas, muchas iglesias coloniales que se encuentran en prácticamente todos los pueblos, grandes y chicos. La mayoría de las iglesias se encontraban en una condición ruinosa, y en algunas cuyos techos no habían caído, estaban a punto de hacerlo. En varias iglesias, por la falta de un santo o de una parte de un retablo, se podía advertir el saqueo que habían sufrido.
Empecé a buscar información y literatura sobre las iglesias, pero no encontré mucho. Un Catálogo de las Iglesias de Yucatán, publicado en 1942, es bastante amplio y detallado en la descripción de cada iglesia, pero, como fue pensado con el propósito de restaurarlas, se concentra en la descripción de las estructuras y casi no tiene información sobre la decoración y el mobiliario. Y desde 1942 no se elaboró otro libro sobre las iglesias yucatecas.
Viniendo de Dinamarca, donde hay por lo menos un libro por cada iglesia, grande o chica, sentí que algo faltaba. Empecé a sentir el reto de responder a la interrogante de por qué no se había hecho un libro sobre las iglesias de Yucatán. Y si nadie quería hacerlo, empecé a sentir el peso sobre mis hombros de hacerlo yo mismo. Pero, ¿cómo?, si yo solamente me considero un voyeur, un fotógrafo al que le gusta visitar las iglesias y usar su cámara para documentar, pero no soy un historiador de arte o de arquitectura o de iglesias católicas. Seguía sacando fotos, pero no podía contar la historia detrás de cada imagen. Hasta que un día la fortuna o el destino me sonrió.
Caminando por una calle de Mérida, cargando mi tripié en un hombro y mi cámara en el otro, en dirección a sacar una foto de la iglesia de Santa Ana, me topé con un señor. Empezamos a hablar y rápidamente descubrimos un interés común: las iglesias yucatecas. Resultó ser el historiador, Miguel Bretos, que había llegado a Mérida por un buen tiempo para escribir un libro sobre las iglesias. ¿Y por qué no lo hacemos juntos?, nos preguntamos mutuamente. Miguel encontró un fotógrafo y yo un historiador para hacer y publicar el libro que hacía falta.
Así que desde ese día salimos al menos una vez por semana a visitar una serie de iglesias coloniales. Creo que abarcamos la mayoría. Eran muy divertidas estas salidas, porque Miguel tiene un gran sentido del humor y es un pozo de conocimientos acerca de todo. De esta suerte, nunca se nos hicieron prolon-gadas las salidas ni nos faltaron temas para comentar. Al principio me costó entender su jerga y acento cubanos, pero me acostumbré.
En varias iglesias encontramos murales, con temas diversos y en diferentes estados de conservación, generalmente de mal a peor. Una tarde entramos en la sacristía de la iglesia de Teabo y al ver una serie de frescos, a una sola voz exclamamos: “¡La Capilla Sixtina yucateca!”. En todos los muros había pinturas de los apóstoles y doctores de la Iglesia católica. Conservaban la frescura en los colores porque en algún momento habían sido sobrepintados con cal blanca. De tal manera que lo que se había conservado por años, ahora estaba en proceso de perderse. Un pintor o albañil local o el sacristán estaba ocupado en despejar las capas de cal, pero como su herramienta era una espátula ancha, no solamente quitaba la cal, sino que aquí y allá también desprendía pedacitos de la pintura original.
Asimismo, en la iglesia del convento de Maní, lugar del proceso de intolerancia en contra de los indios, el auto de fe de fray Diego de Landa, encontramos uno de los más bellos y bien conservados frescos detrás de unos retablos laterales. Para poder fotografiarlos tuve que encogerme, quitar algunas tablas del retablo y meterme en un espacio de unos 50 cm junto con las lámparas y la cámara puesta en el tripié. Cuando logré entrar, ¡con su permiso!, salieron volando un par de murciélagos y se levantó una nube de polvo centenaria. ¡Pero valía la pena el sudor y la mugre! Los colores tenían tal intensidad como si hubieran sido pintados el día anterior.
Como ya tenía práctica en “brincar” retablos, no dudé en meterme detrás de los de la iglesia del convento de Sisal en Valladolid y fue cuando descubrí que también ahí se escondían frescos bellísimos.
En los portales del convento de la iglesia de Dzidzantún logré sacar fotos de unos grafitos de dos carabelas, trazados probablemente con el cuchillo de algún pirata o marinero español, en qué año, quién sabe. Cuando regresé un tiempo después, los portales habían sido restaurados con una nueva capa de revoque sin que se dieran cuenta de los dibujos de los veleros.
Los frutos de nuestras muchas excursiones fueron una cálida amistad y el libro Las Iglesias de Yucatán. Con mis fotos y el texto de Miguel, en el libro se describe un reducido número de las iglesias existentes en Yucatán, porque nuestro plan era seguir publicando. Pero, como tantas veces en la vida, las cosas no siempre resultan como uno quiere. Miguel tenía que regresar a Miami y yo buscar trabajos que me pagaran realmente y no solamente escuchar: ¡que Dios te lo pague!
Desgraciadamente es un hecho que en México la gran mayoría de la gente no lee y menos compra libros. Para hacer llegar las imágenes a la gente y que pudieran apreciar los tesoros escondidos en su tierra, decidí hacer una exposición fotográfica de las iglesias.
Con la intención de superar la visión tradicional de que las exposiciones se exhiben y se ven en galerías y museos, convencí a Carlos Abraham de proporcionarme un espacio en el supermercado “San Francisco de Asís” del cual es propietario. Idóneo, no sólo porque muchas de las iglesias y conventos fueron construidos precisamente por los franciscanos, sino porque también es un lugar de mucha afluencia de gente. Así que se veía a personas con sus carritos llenos de verduras y detergentes, navegando entre las mamparas con fotos de fachadas de iglesias, retablos y santos. Por cierto, la mayoría desconocía la existencia de lo que ahí contemplaban.
Para montar la exposición renté unos andamios a la empresa “Andamios de Yucatán”. Nunca imaginé que el joven que me ayudó a subir los andamios al coche llegaría a ser mi querido yerno, Kewin Davison.
Luego, la exposición se puso en el aeropuerto de Mérida y un tiempo después en el consulado mexicano en Nueva Orleans.