Mi buen amigo, el antropólogo físico Raúl Murguía había sido nombrado director del Centro Regional de Yucatán del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), en Mérida. En esa época, las actividades del INAH en los estados de la República comenzaron a ser descentralizadas del Distrito Federal. Para estas tareas y responsabilidades, los nuevos centros regionales empezaron a contratar personal académico y técnico, como antropólogos, arqueólogos, fotógrafos y restauradores, entre otros.
Raúl me invitó a concursar para una plaza de fotógrafo. Bueno, yo era de profesión antropólogo, académico e investigador, pero la oportunidad de trabajar como fotógrafo se me antojó. Pasé la prueba —muy fácil, pues era demostrar cómo revelar un rollo en blanco y negro— y fui contratado como técnico fotógrafo.
Mi plaza de trabajo estaba en Mérida, pero yo seguía viviendo con mi familia en Valladolid. Sin embargo, la ausencia continua y los viajes de ida y vuelta causaron problemas en el “frente” familiar. Durante la semana yo vivía en casa de la restauradora Rocío Jiménez, mejor conocida como Chiri. Desafortunadamente, ella murió demasiado joven en 2012. La recordamos por su entusiasmo en el trabajo y en la vida cotidiana. Tenía un humor chispeante, siempre riéndose (pero como los payasos del circo, seguramente también riendo cuando en realidad quieren llorar sus penas). Tenía un gran ingenio para poner apodos simpáticos, sin malicia, a quienes trabajaban en el INAH, por ejemplo, “La duquesa de Windsor”, “Juan Jamón Panzarrachea”, etc. Y a mí, en alusión a que el apellido Rasmussen es muy común en Dinamarca, me puso “don Cristo Pérez”, por ser éste el apellido mexicano más común. Y a sí misma, se decía la “Chiri Moya”.
A la larga ya no era sostenible vivir con la familia separada, pero el dilema se resolvió cuando Silvia consiguió un trabajo en el Instituto Nacional de Investigaciones sobre Recursos Bióticos (INIREB), en Mérida.
Todos sabemos que “el mundo es muy pequeño”. Por ejemplo, ya vimos que daneses hay en todas partes, como se constató con la concurrencia de Max Jardow Petersen y yo en la misma pequeña Unidad de Culturas Populares en Valladolid.
Después de haber trabajado un tiempo como fotógrafo en el INAH, descubrí que yo no era el único fotógrafo danés en la institución. En el convento de Tepotzotlán, al norte de la Ciudad de México, estaba trabajando como fotógrafo el danés Palle Petersen.
Palle, viejo marinero, había desembarcado en Veracruz hacía muchos años. En su bolsa de marinero guardaba una cámara Leica. Con eso y un poco de perseverancia y buenas conexiones, consiguió trabajo en el INAH y pronto se convirtió en un fotógrafo consumado. Son de su autoría muchas de las fotos, tomadas con cámara de gran formato 8×10, que aparecen en los libros del INAH sobre iglesias, altares y arte sacro.