Estoy avecindada en Yucatán desde hace 42 años, desde 1978. Elegí vivir aquí porque cuando tuve la fortuna de visitarlo, estaba buscando, junto con mi compañero Christian, un lugar a donde emigrar porque la Ciudad de México ya no nos convenía.
Me enamoré de este territorio por sus diferencias con el resto del país. Me encantó la ausencia de montañas que permite disfrutar amaneceres y atardeceres a todo lo que da el horizonte, con su bóveda celeste completa a disposición de nuestra vista. Vivir en Mérida era para mí como estar en vacaciones perpetuas.
La apertura de la gente que te tiene confianza por el hecho de ser humano y que te la retira sólo si demuestras lo contrario. A diferencia del resto del país, que desconfía de ti hasta que no demuestres ser confiable. Esto es extraordinario.
Los mayas son tan amables y abiertos que me ofrecían descansar en sus hamacas apenas entraba a sus casas y no paraban de hacerme preguntas mientras duraba la visita. Yo, antropóloga, ¡por primera vez era la entrevistada por aquellos que, supuestamente, yo llegaba a entrevistar!
Otra maravilla fue el español tan diferente que se habla por estos rumbos. Aprender a decir candela, escarpa, anolar, buscar y buscar, prestar y prestar, negociante, chuchú, tuch, gastar, ainas, majar, nené, gustar y miles de sorpresas más. Fue como iniciarme en otra lengua o aprender a hablar de nuevo.
Otro encanto era subirme al urbano a las 4 p.m. para ir al centro y ver a la gente tan limpia de cuerpo, ropa y espíritu y sentir los olores de las lociones, los perfumes y los talcos marca Dos Caras, que nada tenían que ver, con todo respeto, con los olores del metro de la ciudad de México…
Entendí perfectamente por qué en otras partes del país le llamaban “la hermana república de Yucatán” y estuve muy de acuerdo. Yucatán era otro país.
En esa época aún había muchas casas mayas en las comunidades y para mí esos paisajes rurales, con esas casitas hermosas de huano o paja y bajareque, que parecían nacer de la tierra, con sus pobladores tan limpios, sencillos, amables y abiertos, eran un tesoro viviente.
Mi primer trabajo fue hacer un censo artesanal, que nunca fue dado a conocer por la Dirección Central de Culturas Populares, pero que me permitió conocer hasta el último rincón del estado en tres meses. Con esa base publiqué, con Christian, el primer libro sobre las Artesanías del estado de Yucatán. Gracias a ese recorrido, algunos años después publiqué un libro sobre la Platería yucateca y hemos hecho actualizaciones y ediciones más populares sobre el tema.
Luego vivimos en Valladolid ejecutando un Programa de Formación para Promotores Culturales y tuvimos la fortuna de conocer Xocén, donde años después hicimos muchos estudios de la mano de la familia de Teodoro Canul, mi familia adoptiva, que nos permitieron publicar varios libros sobre ese pueblo donde se encuentra el mismísimo Centro del Mundo, y donde yacían y yacen tesoros de conocimiento cultural ancestral.
Allí profundizamos sobre la milpa maya y su gran diversidad de plantas domesticadas, sobre sus rituales mayas y católicos y sobre el bordado.
El bordado me llevó a la promoción del mismo a través de dos organismos civiles: Tumben Kinam y Maya Chuy.
Desde allí organicé la capacitación de decenas de grupos de mujeres mayas bordadoras, para mejorar la calidad de su bordado y el diseño, así como para organizar la producción y la comercialización en forma colectiva. Todo ello encaminado a mejorar sus ingresos y su bienestar.
Generamos más de 1,000 dibujos para punto de cruz y otras puntadas y prototipos de productos modernos, inspirados en la fauna, flora, historia y cultura regionales. Una bordadora danesa, Lizzi Damgaard, que hoy es directora de un taller que preside la reina Margarita de Dinamarca, nos apoyó en la formación del primer grupo de bordadoras.
Ahora trabajo como investigadora en SEDECULTA, en Patrimonio Cultural, y he estado empujando, junto con otras personas, un proyecto para que la milpa maya peninsular sea reconocida como sistema importante del patrimonio agrícola mundial por la FAO, el organismo de la ONU encargado de la agricultura.
Mis hijas Elvira y Maya son yucatecas y crecieron en este contexto amable, pacífico
y sencillo, y con mucha libertad y confianza. Considero un gran regalo para ellas haber podido desarrollarse así en las etapas de su infancia y adolescencia. Una vive acá y otra en Dinamarca y las dos aman Yucatán.
He vivido muy feliz aquí, y si renazco, me gustaría renacer en alguna de las dos penínsulas del mundo que se orientan hacia el norte de la tierra: la península de Jutlandia en Dinamarca o la Península de Yucatán. Las dos tienen parecido en lo ecológico, en lo humano, en lo cultural y en su expandido espacio celeste.