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IV. Los dioses mayas sobrevivientes de la Conquista

 

35. Wáay peek’

Contado por Alfonso Dzib

Se dice que existió un señor que aprendió a ser wáay. Era uno de los hombres antiguos muy ma- yeros. Se transformaba en perro o en gato. Se quitaba de un pueblo y pasaba a otro en busca de otro brujo, y juntos se van corriendo sin descansar, porque el demonio les da fuerza y poder. Son capaces de correr hasta 1000 leguas en media hora, hasta encontrar el lugar que deseen. Según dicen los más viejos del pueblo, que cuando ellos llegan a una comunidad van al cementerio y sacan a los muertos para comer. El que se convierte en wáay es una persona que no sirve a Dios, sino al Demonio, y éste les da poder. A nosotros nos consta.
La gente dice que pasan también de casa en casa a comer carne y toda clase de comida. Como la gente duerme de noche, lamen la boca de los hombres y de las mujeres, y no se dan cuenta, porque él es un wáay peek’.
Un viejo comentaba que una vez una señora de edad avanzada fue a acostarse, y de repente vio que llega el wáay y que empieza a lamerla. Después fue donde dormía otra persona boca arriba, y la lame, ésta era una muchacha. Después fue junto a la hamaca del papá, y lo lame igual. Esa vez vieron que era un perro negro y muy feo.
Otro caso que comentan: que una vez cuando llegó un wáay a una casa, empujó la puerta y la abrió, aunque estaban bien cerradas con tranca y todo. Entró y se acercó donde estaban las ollas de comida, alza las tapas con su hocico y lo metió dentro la olla y, luego, ¡bok’och, bok’och, bok’och!, se comió toda la comida. Luego fue donde se encuentra el jefe de familia, lo empuja pero no despierta, estaba bien dormido. Sigue con la señora, y estaba también profundamente dormida. Toca de nuevo la espalda del señor, y no lo siente. Fue donde se encontraba durmiendo la señora, y la empezó a lamer. La señora no tenía calzón, no usaba ropa interior y dormía boca arriba, por eso fácil lamió sus partes íntimas. Después fue a lamer la boca del esposo. Luego abrió la puerta con su hocico y se fue.
Cuando despertó, el señor para nada sabía que en su casa había entrado un brujo wáay peek’. Pero, cuando se recalentó la comida para el desayuno se dieron cuenta que sólo quedaba el puro caldo, no tenía ni un pedazo de carne.
Después de eso, dijo mi pobre señor:
–Patrón, yo no sigo trabajando aquí con usted, porque hay un brujo que viene a molestar.
–¿Es verdad lo que me estás diciendo?
–La pura verdad, a partir de hoy, si quieres que yo me quede a trabajar, tienes que permitir que
lo mate.
El peón continúa:
–Búscame un rifle. Si lo consigues, yo me quedo a trabajar contigo. O ¿tú tienes un rifle?
–Sí. Sí tengo.
–Bueno, si tienes alguno, préstamelo. Cuando entre el wáay, le estoy disparando y vienes a ver
sí te estoy mintiendo o que es algo que sólo estoy imaginando.
El señor hizo tres balas con cera negra. Marcó el fondo de la bala con una cruz, cargó su rifle y se
acostó a esperar. Exactamente en punto de las once de la noche llegó el perro. Empujó la puerta, y

a la tercera vez que el perro empuja, se abrió y entró; luego se cerró otra vez. Entró a la casa y dio
sus vueltas. El cazador tenía bien abierto los ojos:
¿De qué manera lo voy a matar?, se dijo. Si lo mato dentro de la casa, estará bien para que mi
patrón vea que existe.
El perro avanzaba despacio, muy despacito. Cruzó y sin percatarse del cazador, empezó a em-
pujar la puerta ya para salir de la casa. El señor que estaba de vigía, se levanta rápidamente y apun-
ta su rifle, y con la luz de la luna que atravesaba las rendijas le ayuda a verlo. Le apunta al perro y se
escucha el ruido del rifle: ¡Tsim!
El patrón, que estaba acostado, durmiendo, se asusta al escuchar el tiro. Se levanta rápido y fue
a ver a su jornalero que había cazado al perro. Estaba lanzando terribles aullidos, pero de repente
se levanta y pega la carrera y fue a meterse a una pequeña ranchería, no muy lejos de la hacienda.
Era la vivienda de un viejito, y precisamente era el que se convertía en wáay peek’.
El camino que siguió quedó marcado con huellas de sangre que manaba desde donde penetró
la bala. Continuó su camino hasta que llegó a su casa. Apenas entró, brotó nuevamente la sangre
de su herida. Para que nadie se diera cuenta, se sentó encima de la sangre para ocultarlo.
Cuando amaneció, empezaron a rastrear las huellas que dejó, y vieron que fue directamente a
esa vivienda. El señor le dijo a su patrón:
–Anda a reportar lo sucedido, y diles que yo lo tiré, pero yo le di a un wáay peek’, no a una per-
sona.
El patrón fue a manifestarlo, y las autoridades llamaron a los policías para que los acompañaran,
y entre todos fueron a la ranchería. Allí encontraron al viejito acostado en su hamaca. Y cuando vio
llegar a la comitiva expresó:
–¡Ay, hermanos, llegaron a verme! ¡Qué bueno! Ustedes saben a lo que me dedico; entren con
confianza, no teman. Para mí todo está terminado. Miren donde entró la bala y donde salió –decía
el viejito mientras mostraba la herida de la bala que le cruzó el cuerpo.
También dijo:
–¡Ay, señores!, no hagan nada por mí.
Sólo terminó la frase, estiró las patas y murió el wáay.

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