Por suerte me fue imposible encontrar una casa para alquilar en Tancanhuitz, pues el pueblo me parecía ruidoso, sucio y hundido entre las pendientes de la montaña. Mi casa de ensueño la encontré en el cercano poblado de Aquismón, ubicado al pie de las altas montañas de la Sierra Madre. La casa era de madera, y las hojas de sus grandes ventanas no eran de vidrio, sino de madera. En medio había una sala grande y a cada lado un cuarto de dormir. En la parte trasera estaba la cocina, y a su lado un cuartito que yo convertí en mi cuarto obscuro para revelar e imprimir fotos. El baño con regadera se encontraba en una pequeña construcción separada de la casa principal.
La casa estaba situada en el centro de un terreno grande con muchas flores y altos y frondosos árboles de mango y aguacate, que quedaba a un lado de la plaza del pueblo y contiguo al mercado que funcionaba dos días de la semana. En los días de mercado, la plaza y la calle de mi casa se llenaban de puestos improvisados. De los pueblos cercanos llegaban los indígenas, los tenec, tanto para comprar como para ofrecer sus productos. Terminando el día de mercado, la vida cotidiana regresaba a su ritmo normal, pero la plaza se mantenía siempre viva con gente deambulando alrededor, algunos en las cantinas y otros tomando refrescos en el kiosco central. Con la música de allí aprendí las canciones populares cuando alguien alimentaba la rocola con una moneda: dum dum dum dum dum, me llegaban los sonidos graves de los bajos a cualquier hora del día o de la noche.
A la derecha de mi solar, sólo separada por un metro de mi recámara, estaba la construcción abierta con techo de lámina de zinc que servía de mercado. Cuando no funcionaba como mercado, allí se refugiaba en los días de lluvia la gente que venía de los pueblos cercanos. También servía de sala de fiestas, por lo que desde mi recámara pude observar innumerables festejos de bodas o de quince años. De la primera fiesta me acuerdo perfectamente, por el brinco que di en mi cama cuando la banda electrónica empezó a tocar a todo volumen retumbando en el techo de zinc. No dormí bien esa primera vez, pero uno se acostumbra a todo y con el tiempo ya ni lo percibía mucho. Por cierto, en varias ocasiones nos convidaron una rebanada del pastel de la fiesta. También desde mi recamara fui partícipe de mítines políticos en tiempo de elecciones, aunque, claro, sin derecho a votar.
La colindancia de la construcción también tenía sus beneficios. Una o dos veces a la semana se instalaba ahí un cine ambulante, y desde la ventana de la recámara o con sólo llevar unas sillas al jardín se podían disfrutar todas las películas mexicanas rancheras y de amor que se proyectaban. A veces los fuertes aguaceros contra el techo de zinc impedían escuchar todos los diálogos, pero se captaba lo suficiente para entender que los malos morían y los buenos se casaban.
Uno de mis mejores recuerdos de la casa y del pueblo de Aquismón era el puesto de café que una vieja indígena montaba en la acera de enfrente de la casa desde el día anterior a los de mercado o de una fiesta popular. Extendía una lona grande sobre unos palos y la amarraba a piedras pesadas. En días de lluvia cubría la lona con plástico. En una paila grande prendía una hoguera, y en una cubeta de lámina, colgada sobre el fuego, prepa-raba el café. El agua para el café la pedía del grifo de mi jardín, lo que luego me merecía recibir una taza de café de cortesía. Los granos del café los traía de su propia parcela, al igual que el piloncillo con que lo endulzaba. Sentados en pequeños bancos de madera o sobre la acera, los clientes que llegaban saboreaban su café, acompañado de pan dulce que remojaban en la aromática bebida. Ningún Starbuck le podrá llegar a la altura del sabor del café y el ambiente de ese humilde puesto. Sentado en la noche calurosa, bajo el mar de estrellas en el cielo, envuelto en el suave humo de la fogata y viendo a los pájaros disputarse las ramas del grandioso álamo, saboreaba el café después de cenar. ¡Todavía lo considero el mejor café de mi vida!