Mi segunda comunidad elegida fue Tamapatz. El pueblo se encuentra en las montañas a unas 6 horas a pie de Aquismón, caminando por un sendero en muy mal estado causado por las lluvias y la falta de mantenimiento. Casi siempre estaba lleno de charcos de agua y lodo que se acumulaba entre las piedras que antes formaban parte del pavimento del “camino real”. Algunas partes del camino son muy estrechas al lado de abruptas pendientes y otros tramos forman una especie de escalones, como si se subiera hasta el décimo piso de un edificio. Pero valía la pena tanto la subida como la bajada. Desde arriba se desplegaba una vista impresionante de las montañas más bajas y la planicie en el fondo al pie de la sierra que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.
A veces las montañas estaban decoradas con nubes que asemejaban grandes manchas de algodón. Llegando a la cumbre se podía sentir la brisa deliciosa que quitaba el sudor de la subida. Y el “premio” por la dificultosa bajada era la cerveza bien fría que nos esperaba en el kiosco de la plaza de Aquismón.
Una vez que regresé de Tamapatz montado en una mula, llovía fuerte, no había salido la luna para iluminar un poco el camino, y cuando pasaba bajo los árboles la obscuridad era completa. No veía nada en lo absoluto, pero, por suerte, mi mula sí. Paso a paso, probando el terreno, ella avanzaba. En un principio traté de dirigirla con las riendas, pero me di cuenta de que ella sabía mejor buscar el camino. Normalmente se hacía la bajada en tres o cuatro horas, pero esa vez tardamos unas seis horas. ¡Pero qué no se hace por amor!
Las faldas de la sierra estaban llenas de plantaciones de café. La mayoría muy pequeñas, cultivadas por los indígenas bajo las sombras de los grandes árboles. En cuanto los frutos son cortados, secados y extraída la pulpa, los granos se depositan en costales de unos 40-50 kg, que son llevados sobre mulas o terciados a la espalda de los hombres hasta los compradores en Aquismón.
En el camino de regreso los cargadores llevan mercancías, pero lo que más notaba eran las cajas de refrescos y, más aún, las de cervezas. Una vez me encontré con un pequeño grupo de cargadores que se turnaban para llevar un gran refrigerador nuevo para el sacerdote en Tamapatz. En otra ocasión me encontré con un “transporte de ambulancia”: un hombre enfermo atado a una silla era llevado sobre la espalda de un cargador hasta el hospital en Aquismón.
La conocida “Cueva de las Golondrinas” fue otra atracción en Tamapatz. Es una de las cuevas más profundas del mundo, con una caída libre de unos 400 metros. No hay tanta vida en el fondo, pero los bordes están llenos de nidos de loros verdes. Si uno llega al amanecer o al atardecer, queda inmerso en la nube de loros que entran y salen chillando.
Cuando llegué a Tamapatz en 1975, arribaban muy pocos turistas a ver la cueva, me imagino que por la larga y exhausta caminata. Los pocos que llegaban lo hacían para descender al fondo y tenían que bajar y subir por una cuerda. Hoy, como ya hay carretera, puedo ver en Internet que mucha gente acude, y para bajar es suficiente tirarse al aire libre y deslizarse en parapente los últimos metros. Yo nunca intenté entrar ni de una ni de otra forma. Me era suficiente acostarme boca abajo en la orilla de la cueva y dejar que mi vista se acostumbrara a la oscuridad, para al fin visualizar el fondo y gozar el concierto de los loros.
Con base en la información que recolecté en Tamapatz también hice un libro para niños que igualmente fue impreso en Dinamarca. Con pena debo decir que tampoco fue publicado en México, por las mismas razones antes mencionadas.