Contado por Alfonso Dzib
Una vez, un señor dejó a sus hijos y se fue a una fiesta. Eran muchos, entre ellos tres muchachas: una de catorce años, una de quince y otra de dieciséis, y dos muchachos de dieciocho y veinte años. Se les ocurrió imitar la fiesta a la cual no los habían llevado, aprovechando la ausencia de los papás. Para eso tomaron una jícara grande y la embrocaron dentro del agua contenida en una tina, e hicieron lo mismo con el leek*, y los empezaron a tocar como si fueran timbales, y sonaban muy agradables. Agarraron unas hojas e hicieron la música con ellas. Estaban gritando, riendo, bailando, y así les llegó la noche.
Eran como las diez cuando un señor que había ido a espiar venado en una milpa, allá por el mon- te, escuchó que se estaba acercando algo: “¡Ojp’o’och!, ¡ojp’o’pch!, ¡jeee!”, y movía las hojas. Es el venado el que viene, pensó.
Mientras estaba atento, sentado en su sitio, escuchó otra vez el ruido: “¡Ojp’o’och!, ¡ojp’o’och!”,
y llegó exactamente en la dirección del cazador.
–¡Te’elo’! –habló. Era el K’at, que dejó caer su manto.
El K’at se dirigió adonde se hacía el alboroto, donde estaba la música. Aproximadamente de
donde estaba el cazador hasta la casa de los jóvenes había como un kilómetro de distancia, y el
duende tardó en recorrerlo como media hora.
Cuando llegó, se escucharon gritos: “¡Aaay!, ¡aaay!, ¡aaay!”. El duende torció el cuello a los ocho
muchachos, y les volteó las cabezas hacia atrás. Agarró la muchacha de dieciocho años y la cargó so-
bre el hombro, agarró a los otros y se lo puso debajo del brazo. Iba cargando a estos tres muchachos.
Se decía el cazador: ¡Puchaj! Éste ya se salió con las suyas.
Escuchó que el ruido cesó, la música dejó de sonar donde antes se escuchaba. Por lo que se dijo:
Pues ahora le voy a dar su merecido.
El cazador agarró un tiro y lo marcó con cruces todo alrededor, y enseguida escuchó: “¡Ojp’o’pch!
¡ojp’o’pch!” Al mirar dentro de la milpa, vio sobre las yerbas, a la luz clara de la luna, al K’at, que
regresaba todo abultado.
Pero cuando el cazador vio que se alejara, después que cruzó esta primera vez, bajó, tomó el
manto que el K’at dejó caer la primera vez que pasó y lo guardó. Subió otra vez a su sitio y se sentó.
Estando arriba, regresó el K’at. Éste vio que su manto no estaba donde lo había dejado y empe-
zó a buscarlo. Después de un rato expresó otra vez:
–¡Ahí!
Y siguió buscando. El cazador lo vio todo engrandecido, apuntó cuidadosamente y, ¡Teep’!, re-
sonó su escopeta. ¡Eeej!, se fue el K’at. Sonó como el ruido que hace el torbellino. Se elevó por los
aires hasta con una llovizna y vientos, mojó todo dentro de la milpa, y se fue hasta una hondonada
donde había cuevas y grutas, donde se metió. Estaba como a tres mecates (60 m) de la milpa.
El hombre se dio cuenta que toda la carga que llevaba se quedó donde estaba al recibir el tiro.
Fue a verlo y vio que eran dos muchachas y un joven, pues llevaba tres personas al mismo tiempo.
Así pues, el escopetazo le atravesó el corazón y las balas salieron por la espalda. Estaba teñido de
rojo por donde fue.
Al ver que había herido al responsable de la muerte de los jóvenes, fue a la casa de los jóvenes
para cerciorarse de lo que había sucedido. Los mancebos estaban regados por el piso con los cue-
llos torcidos. Luego fue a comunicárselo a los papás.
Al saber la noticia, regresaron juntos con él, y se dirigieron por donde había tirado al duende.
Llegaron al lugar y se pusieron a seguir el rastro, pero a poca distancia desapareció.
–¿Dónde habrá ido?, ¿dónde estará?, ¿quién sabe? –se preguntaban.
Entraron a la hondonada y penetraron a las grutas, y allí encontraron enfilados a tres duendes
parecidos a muñecos formados de barro, lisos por fuera. Eran como los tinacos. Vieron que uno
tenía perforado el cuerpo. Estaba atravesado totalmente. El hombre se dirigió a él, y le dijo:
–Tú eres el malvado, causante de la tragedia.
Pero él estaba bien tieso, no hablaba. No había duda que él era el culpable. Tenía un hueco
desde la cabeza hasta abajo, por el trasero. Si le echaran algo desde arriba, lo atravesaría y caería.
Comentaron que no lo podían quemar porque al intentar hacerlo, los dañaría. Luego, como diri-
giéndose a él, dijeron:
–La única manera de atenderte, señor, es que te construyamos una iglesia.
Dicho esto, cortaron chakaj*, cortaron ch’óoy**, y con ellos construyeron como un altar encima
de los duendes. Después colocaron tremendas piedras sobre los palos que armaron. Apenas un
año después se quebraron los chakaj y los ch’óoy, y, ¡ojp’ooch!, todo cayó sobre los duendes. Que-
daron completamente rotos y, desde luego, muertos. Sólo así pudieron eliminarlos y evitar todas
sus maldades.
Mientras tanto, ya había matado a todos los muchachos. Solamente se salvó uno de siete años
que se introdujo rápidamente dentro del maíz que estaba en una troje. Él narró todo lo que pasó.
Por eso te digo que el llamado K’at es un loco. Es un santo ídolo, pero también es un demonio que
tiene poder para hacer de todo.