Parece que me gustó la vida en la costa. Y a quién no, para escapar del sofocante calor del interior de la península y sobre todo de la ciudad de Mérida. Poco después de que mi familia se había mudado a Yucatán en 1980, hicimos un paseo a lo largo de la costa norte para terminar en el pequeño pueblo de pescadores de El Cuyo.
La carretera desde el poblado de Colonia Yucatán hasta el puerto de El Cuyo, se construyó sobre los restos de los durmientes donde se asentaban los rieles del truck que por largos años sacó por este puerto las maderas duras de la región para exportarlas al mundo. Ahora ya habían acabado con la selva tropical, convertida en ranchos ganaderos, y la carretera ya estaba prácticamente destruida, llena de los agujeros que habían dejado los durmientes ya desaparecidos. ¡Pero valía la pena!
En el año que llegamos apenas se había iniciado la pesca comercial. Los botes de madera eran amarrados en lo que quedaba del antiguo muelle, pero cuando entraba un “norte”, fuera de día o de noche, todos los pescadores acudían a jalar sus botes hacia adentro de la playa para ponerlos a resguardo.
Me enamoré de El Cuyo que en aquel tiempo todavía era algo “virgen”, manteniéndose un poco fuera de “la civilización”. La vida parecía sencilla, aunque no siempre fácil. Aun ahora, con la gradual intromisión de la civilización, sigo enamorado de El Cuyo, donde logramos construir una casa en la playa.
En El Cuyo hicimos amistad con mucha gente, pero especialmente con el Chato, o como fue registrado: Alejandro Solorio. Él y su familia eran pura hospitalidad. Yo salía con él a pescar, y cuando no lo hacía porque, tengo que admitir que no aguanto el solazo en el mar donde no hay sombra, entonces el Chato casi siempre me traía algo de mariscos, langosta, pulpo y pescados. Traté de bucear con él, pero nunca aprendí a practicar la descompresión, así que a uno o dos metros de profundidad me dolían los oídos.
La vida en el mar me encantó y empecé sistemáticamente a sacar fotos de las actividades pesqueras en toda la costa y en las ciénagas y rías de Yucatán. Todo el material lo organicé para una exposición en el “Museo de la Pesca” en el pueblo de Grenaa, en Dinamarca.
Desafortunadamente, no en Yucatán. Había planes para montarla en el Centro de Investigación y de Estudios Avanzados del Instituto Politécnico Nacional (Cinvestav)-Unidad Mérida, pero nunca llegamos a hablar de un pago, y yo, ya como freelance, necesitaba obtener recursos por mi trabajo, y esa oportunidad se me brindó en Dinamarca. Las fotos y el texto de la exposición presentada en Dinamarca fueron organizados en un libro. Traté de publicarlo en Mérida y lo ofrecí a la Secretaría de Pesca, pero, por falta de dinero, interés o buenas “palancas”, nunca se concretó.
Pero la amistad con el Chato permaneció, aunque desafortunadamente falleció siendo aún bastante joven. Con su hija Meche, que es una guerrera, conservamos un lazo muy cálido. Y en la playa, con vista al precioso mar, Silvia y yo logramos tener una casa de retiro, donde por cierto escribí gran parte de este libro.