Durante el tiempo que duró el curso para preparar a los promotores culturales, mi mamá, Hanne, llegó a visitarnos a Valladolid. Ella me acompañó cuando fui con los estudiantes a la práctica de campo en Ticul. Mientras yo estaba con los estudiantes, mi mamá andaba “turisteando” en el pueblo. Con su cuerpo alto y flaco, su ropa —se puede decir— austera, gris, nórdica y su gorra estilo marinero no podía pasar desapercibida por las pequeñas calles de Ticul.
Sucedió que en aquel tiempo dos niños habían desaparecido misteriosamente en Tizimín. En ese entonces, en Yucatán todavía no estábamos acostumbrados a tales cosas, por lo que la gente, no solamente de Tizimín, sino de todo el estado, estaba preocupada por la desaparición que era comentada ampliamente en la prensa y en las pláticas privadas. En la avidez por encontrar una razón, comenzó a extenderse un furor generalizado que señalaba a las personas foráneas como los culpables de la desaparición —tal como los yucatecos suelen acusar a los de “afuera” por todas las atrocidades que ocurren en su territorio. Otros rumores decían que habían llegado extranjeros para robar niños en los pueblos.
Al final se descubrió que el culpable era un “niño” de la misma localidad, de unos 14 o 15 años, que había abusado de los chiquitos y para no ser descubierto optó por matarlos y enterrarlos en el patio de un terreno abandonado.
Pero todo ese macabro desenlace ocurrió después de la visita de mi mamá a Ticul. Ella llegó cuando el miedo de las madres estaba en su apogeo. Ella parecía sospechosa, de manera que cuando pasó por una escuela y se detuvo largo tiempo para mirar las actividades de los niños y hasta les ofreció un dulce y trató con su poco español de comunicarse con ellos, para las mamás no cabía duda: ella era una “roba chicos”. Como no podía explicarse en español, la situación se calentó, por lo que ella empezó a retirarse ante la animadversión que se sentía en el ambiente. Pero su salida fue acompañada por un grupo cada vez mayor de mamás y papás que salieron de sus casas a mirar el alboroto.
Mi mamá entró al hotel y el dueño cerró la reja, pues afuera se formó una turba de gente que reclamaba ¡justicia! a las autoridades o de lo contrario ¡nosotros haremos justicia! Muy fea la situación. Yo llegué y traté en vano de explicarle a la gente que se trataba de una equivocación e injusticia. Al final tuve que pedir la protección del presidente municipal y, después de una hora de angustiosa espera, llegaron policías o agentes ministeriales de Tekax, bien armados con pistolas y ametralladoras. Para calmar a la gente, simularon llevarnos “arrestados” a mí y a mi mamá en una camioneta abierta que pasó con las sirenas aullando entre la turba enardecida. Uno de los policías condujo mi coche y ya afuera del poblado nos liberaron, aconsejándonos no volver por lo pronto a Ticul.
Salió una nota en el Diario de Yucatán con una fotografía de mi mamá asustada en la puerta del hotel. A raíz de esa nota, muchos amigos y conocidos, como yucatecos que eran, nos llamaron para pedirnos disculpas.
¡Fue horrible! —era su comentario. Y les doy la razón, porque como estaban los ánimos en Yucatán por la desaparición de los niños, el suceso pudo haber terminado en un linchamiento, ya que la gente exigía ¡hacer justicia por propia mano!