De mi papá me viene el interés por la fotografía. Él era más bien un fotógrafo aficionado, sin demasiado interés o dedicación. Fue miembro de un club de fotografía en donde trabajaba —aún conservo sus viejos negativos de esa participación. Parece que los miembros del club salieron en una ocasión para captar el ambiente y las suaves tonalidades de gris a negro en el puerto de Copenhague, en una noche otoñal en la que la neblina y la humedad se reflejaban en el halo de las lámparas de los muelles. Hasta ahí llegaron las inspiraciones artísticas de mi papá. El resto de sus fotografías fueron tomas de la familia. Las mejores son las que sacó de su padre, viejo marinero con tatuajes de bar-cos de vela y anclas, además de una joven vedette, seguramente tatuada en algún puerto exótico. Una foto muestra a mi abuelo con una pipa larga y sin su dentadura postiza que, para regocijo de sus nietos, se había quitado para parecerse al viejo marinero Popeye.
Otra foto tomada por mi padre fue la de mi abuela paterna al lado de un tanque de agua lleno de peces y salamandras. Está sentada sobre una planta verde con hojas puntiagudas como agujas que daban la impresión de un puercoespín. En la familia se cuenta que una vez ella de veras estuvo a punto de sentarse sobre un puercoespín que había decidido tomar una siesta acostándose sobre la planta. Lo más probable es que la historia no sea cierta, pero sigue siendo una buena historia que se cuenta cada vez que abrimos el álbum fotográfico de mi padre.
Mi papá era, como he dicho, el fotógrafo de la familia. Nosotros odiábamos esas sesiones fotográficas anuales. Se llevaban a cabo con la familia vistiendo la ropa más nueva y obviamente con el pelo bien peinado y cepillado, todos sentados en línea en el sofá de la sala. Veo en el álbum fotos de nosotros con camisas a cuadros y pantalones cortos que en ese entonces estaban de moda, pero que hoy se ven chistosos —como cualquier moda que pasa de moda.
Para el evento, mi papá equipaba su estudio, o sea, la sala de la casa, con unas lámparas de gran potencia que nos hacían sudar y entrecerrar los ojos como si estuviéramos viendo al sol. No eran nada divertidas estas sesiones de fotos porque mi papá era excesivamente lento y cuidadoso en enfocar y medir la correcta abertura del diafragma y el tiempo. Y justo cuando ya todos estaban listos y quietos con su mejor sonrisa… ¡chin, esperen! Se le había olvidado algo o quería corregir algún detalle. Con estas interrupciones, se agotaba la paciencia y la disciplina de los niños hasta que todos protestaban: ¡Ya apúrate, vámonos! Y al rato mi papá ya estaba a punto de explotar.
Por la incomprensión de la familia se entiende que mi papá poco a poco dejó de sacar las fotos familiares, de manera que por varios años faltaron completamente. El álbum familiar resurgió a una nueva vida muchos años después, cuando mi mamá compró una “cámara idiota” para película de color. Pero como ella no ponía el mismo cuidado que mi papá en centrar y enfocar, el álbum contiene un montón de fotos con las cabezas cortadas e imágenes difusas o movidas de las personas, generalmente tomadas en las fiestas de cumpleaños o en vacaciones. Mi mamá tenía una vena de entre coda (tacaña) y ahorradora por lo que no le gustaba desperdiciar ni tirar nada. ¡De acuerdo! Entonces, como los rollos tenían capacidad para tomar 36 fotografías, fácilmente podía pasar un año entre la primera y la última toma, ya que para ella tomar 2 o 3 fotos por cada evento familiar era suficiente. Y al fin, todas las 36 imágenes, buenas y malas, con cabezas cortadas o desenfocadas, eran colocadas en su álbum.
Mi papá tenía una Kodak Retina I o II. Cuando dejó de sacar fotos, me pasó a mí su cámara, a pesar de que tenía ciertas fallas desastrosas, la más marcada, la luz ‘falsa’ que entraba por un agujero que tenía en el fuelle.
Las películas eran reveladas por mi papá en un tanque chico de revelado, después de ser introducidas en un carrete en completa obscuridad dentro de un mueble de ropa en la recámara, donde apagaba la luz y prohibía durante el proceso la entrada de cualquier persona.
En el club de fotografía al que pertenecía mi padre, entre todos construyeron una amplificadora para cada miembro. No me acuerdo muy bien cómo funcionaba. Pero la impresión de las fotos tomadas por mi papá se hacía en la cocina, bien tarde en la noche y con las ventanas obscurecidas con sarapes y sábanas para evitar la entrada de luz ‘falsa’. El cronómetro para medir el tiempo de exposición era una llave amarrada a un listón colgado de un clavo. Teníamos que contar los movimientos de la llave de un extremo al otro para fijar el tiempo de exposición. ¡Y prohibido hablar durante la maniobra, para no perder el conteo! El tiempo de exposición y el diafragma usado eran anotados detrás del papel fotográfico. El tiempo que permanecía el papel fotográfico en el baño de revelado también era calculado con los movimientos de la llave en el listón.
Esos tiempos en el ‘cuarto obscuro’ junto a mi papá eran tiempos maravillosos de descubrimiento, observación y convivencia. Lástima que duraron tan poco porque mi papá ya no tuvo mayor entusiasmo por el arte y la práctica fotográfica. Pero a mí me dejaron las ganas y la inspiración.