Uno de los nuevos Centros Coordinadores del INI se instaló en el pequeño pueblo de Ciudad Santos, en la Huasteca de San Luis Potosí. Ciudad Santos, originalmente tenía el hermoso nombre indígena de Tancanhuitz, que hasta da gusto pronunciarlo. Como secuela de la Revolución Mexicana, varios pueblos de la zona fueron rebautizados con nombres de los héroes revolucionarios. Ese fue el destino de Tancanhuitz, renombrado para conmemorar al general González N. Santos, que por cierto luego se convirtió en cacique y en uno de los grandes latifundistas del estado. Pero el tiempo a veces hace justicia y, en el año 2003, el pueblo recuperó su antiguo nombre indígena.
A ese nuevo Centro Coordinador me enviaron y fue mi centro de trabajo durante los siguientes tres años.
Después de unas 7-8 horas de viaje desde la Ciudad de México sobre la antigua carretera Panamericana, serpenteando por la Sierra Madre, bajé del autobús una tarde de finales de abril de 1974 al pie de una colina empinada.
El calor tropical, intenso y húmedo, lo sentí de golpe como si hubiera topado contra un muro. Pero lo que vi, me hizo sentir una gran satisfacción de alegría y esperanza para mi trabajo, tarea y vida. Por donde abarcara la vista dominaba puro verde y grandes árboles donde trepaban lianas con hojas enormes. En el lugar donde bajé del camión, el crucero de Xolol, había mucha gente esperando trans-porte para llegar a casa o seguir el viaje a otros pueblos.
Entre los viajeros en espera obtuve mi primer panorama e impresión de la gente y la cultura que iba a estudiar. Las mujeres indígenas con sus faldas azul-oscuro, sus blusas coloradas y, sobre ellas, el quezquemel bordado en punto de cruz con hilos rojos. Y como en las piezas arqueológicas que había visto en el Museo Nacional de Antropología en México, miraba el “turbante” con que las mujeres se recogen el pelo con unas tiras de estambre al estilo pre-hispánico, sin faltarles los aretes y collares dorados imitando oro. Los hombres vestían camisas y pantalones de algodón blanco.
Todo lo que vi me produjo buenas vibras y esperanzas para mis próximos dos años. Pero cómo se iban a desarrollar, no lo imaginaba.
Con todo mi equipaje, ocupé yo solo un taxi colectivo. Era tan viejo y destartalado que dudé de él, pero alcanzó a subir la cuesta.
El taxista (luego me enteré de que su apodo era “el Gordito”) sabía de las nuevas oficinas del INI, y ahí me bajé.
– Buenos días, le dije a una señora un poco corpulenta y con aspecto de mando. La oficina ocupaba una bodega o galerón abierto hacia la única calle que atravesaba el pueblo.
Tancanhuitz, o Ciudad Santos como se llamaba entonces, se encuentra en un estrecho cañón y las casas están construidas en las laderas a lo largo de la carretera que cruza la ciudad. Los coches y autobuses que pasaban enfrente del INI despedían tanto humo y ruido que los allí reunidos teníamos que hacer una pausa en la comunicación, para luego ver cómo una fina capa de polvo descendía sobre los escritorios.
– ¡Señor Cristiano! —me contestó la señora, o señora Rosita como luego supe que se llamaba.
– ¡Sí, soy yo, Christian!
En seguida me condujo por una pequeña escalera a un cuarto grande con ventanas que le servía de oficina al director del Centro Coordinador, el maestro Juan Valdés Aguayo. Él tampoco pertenecía a los más esbeltos, pero como era alto y erguido y con una mirada de águila, su corpulencia daba la impresión de fuerza.
Después de breves palabras de introducción y cortesía, Juan Valdés me llevó con un chofer al único hotel del pueblo. Una casa de dos pisos hecha de adobe. Como se dice, parecía que el hotel había visto mejores días. El techo era bajo y de lámina galvanizada, pero lo galvanizado se lo habían llevado los torrentes de lluvia dejando una superficie oxidada de color café. El techo provocaba un terrible calor cuando brillaba el sol y un ruido como de tamborileo cuando llovía. Y ambos fenómenos eran frecuentes.
A mí me tocó la “suite” del hotel, o sea un cuarto de 4 x 4 m, sin baño. Para utilizar el baño, el chiste consistía en no ir descalzo porque en una parte no se veía muy bien dónde o qué se pisaba en el viejo piso de madera. La cama era ancha, pero el colchón parecía una hamaca, aunque sin la frescura de ésta, como años después descubrí en Yucatán. El plus de la “suite” era su balcón, con vista directa a la plaza estrecha del pueblo. Podía haberme pasado horas allá, saboreando mi café endulzado con piloncillo, mi puro hecho con hojas de maíz y tabaco local, mirando la vida, sobre todo los sábados, día de mercado, si no hubiera sido por los viejos taxis que bajaban y subían pasajeros justo bajo mi balcón, sin apagar sus motores que, como no estaban bien afinados, arrojaban una estela de humo directamente hacia donde yo estaba sentado tratando de disfrutar mi puro. La competencia era desleal, y dejé de fumar en el balcón.