Cuando terminé mi trabajo como antropólogo en 1970, en Dinamarca todavía esperaban que el nuevo candidato escogiera un pequeño pueblo en una región alejada y de preferencia sin estar demasiado influenciada por la “civilización”, para continuar el trabajo en México. En esa nueva comunidad, sin contactos ni teléfono, tenía que pasar un año estudiando a “los aborígenes”. ¿Y la familia del antropólogo? ¡Bien, gracias! Tenía que pensar en cómo se podría adaptar.
Yo estaba casado con Margrethe Agger, que acababa de iniciar su propia carrera en el tejido de tapices artísticos. Teníamos a nuestra hija Annika, que entonces tenía 9 años y estaba bien integrada en su escuela en las afueras de Copenhague donde vivíamos. ¿Cómo podríamos unir todos esos intereses en uno solo? No era fácil.
Para mí era evidente que Margrethe, como artista y tejedora, podría sacar un gran provecho al acompañar al antropólogo a ese país lleno de colores, textiles y tejidos. Pero Margrethe no estuvo totalmente de acuerdo, al menos por el momento no era donde ella quería arrancar su propia carrera. Además, pensé que Annika podría ampliar sus horizontes al vivir un año en un pequeño pueblo mexicano y asistir a la escuela del lugar. En eso estuvimos de acuerdo.
La decisión final fue que yo me adelantara para allanar el camino y encontrar un lugar donde vivir. Margrethe y Annika vendrían luego a pasar las vacaciones de julio y agosto en Aquismón. Así lo hicieron y a mediados de agosto regresaron a Dinamarca, para volver en junio del año siguiente y entonces quedarse todo un año.
Juntos tuvimos un verano maravilloso en Aquismón. Pasamos largas horas alrededor de la mesa redonda que habíamos sacado de la sala para colocarla bajo la sabrosa sombra del árbol de mango en el jardín. En las tardes íbamos caminando a bañarnos en el arroyito cercano a la casa, o salíamos en carro a admirar el impresionante nacimiento del río que aflora de las rocas de Huichihuyán.
En el pequeño pueblo, la alta rubia Annika llamó la atención. Enseguida se convirtió en el centro de un grupo de amigas y muy pronto aprendió el español jugando con ellas. Un sábado de mercado pasó un tenec o huasteco y de un costal sacó toda una familia de tejones/coatíes (bueno, sin mamá, a la que seguramente habían matado para poder atrapar a los hijos). A mí no me queda la menor duda de que los tejoncitos son los cachorros más adorables que he conocido, claro, aparte de mis hijas y nietos. Cariñosos, activos y siempre listos para lo que sea. Pero completamente incontrolables, por lo que no muchas personas los tienen como mascotas en libertad. Los tres, Annie, Margrethe y yo, estábamos totalmente de acuerdo en que un tejoncito debía ser parte de nuestra familia. Después, a la familia se unió también un perro hambriento, que pronto descubrió que con nosotros comía mejor que en el lugar de donde vino.
A mediados de agosto, como habíamos acordado, Margrethe y Annika regre-saron a Dinamarca, para volver en el siguiente verano y entonces sí quedarse un año entero. Yo no pensaba que fuera la mejor opción y traté de convencer a Margrethe de quedarse. Pero también podía entender que ella estaba interesada en seguir su carrera danesa y no sólo en ser la esposa del antropólogo. Así que obviamente estuve de acuerdo en que Margrethe y Annika regresaran a Dinamarca.
Sin embargo, ya viéndolo al cabo del tiempo, no fue una buena decisión. Nuestra vida habría sido diferente si nos hubiéramos quedado juntos. Pero no es posible adivinar y planear el futuro, ni podemos fácilmente cambiar nuestro destino.
Al regreso de Annika y Margrethe a Dinamarca en agosto, participé, —como ya he mencionado— en el Congreso Americanista que se realizó ese mismo mes, donde encontré y me enamoré profundamente de la guapa, encantadora y sabia antropóloga Silvia Terán, que en todos los sentidos me abrió las puertas al nuevo, maravilloso, pujante, colorido y excitante mundo que es México. ¿Y qué mejor guía que ella?
En 1976 me divorcié de Margrethe, y me uní a Silvia ya con nuestra pequeña hija Elvira. Fácil no fue para ninguna de las partes, pero obviamente la parte más dolorosa le tocó a Margrethe, que perdió a su marido, y a Annika, con su padre viviendo al otro lado del globo.
Margrethe desarrolló una carrera muy reconocida como tejedora de gobelinos. Se volvió a casar con Carsten Lægdsmand y juntos organizaron varias exposiciones internacionales de gobelinos. En mis viajes a Dinamarca visité a Margrethe, a veces junto con Silvia, y quedamos en la casa de Margrethe.
Annika terminó sus estudios en Dinamarca pero pasó un año sabático con los papás de Silvia, Olga y Juan Terán, en Coyoacán. Para ella Valladolid, donde vivimos, era demasiado chico. Cuando mi hija Maya, que tengo con Silvia, empezó a estudiar biología en Dinamarca, vivió los primeros años en la casa de su hermana Annika. Ahora que Maya está casada con un danés con quien tiene dos preciosas hijas, quien más que Annika es su tía abuela. La familia de Annika, su esposo Mads y sus dos hijos Kalinka y Malthe, nos han visitado varias veces en Yucatán. Y ahora, con la facilidad y lo económico de WhatsApp, todos nos comunicamos diario en un portal común: ‘la familia mexicana’.
Así, afortunadamente ha habido un final feliz.